Publicado en AGRONEGOCIOS 6-03-2024
Las movilizaciones de los agricultores, obviando las actitudes violentas que en algunos casos se han producido, la literalidad de sus reivindicaciones, así como los propósitos inconfesables del epicentro de la protesta, ponen de manifiesto el descontento generalizado de los agricultores con la Política Agrícola Común (PAC.
La PAC sigue siendo la única política verdaderamente común y uno de los grandes activos de la construcción europea. Desde el punto de vista agrario, la PAC es la principal garantía institucional con la que cuenta la agricultura familiar y profesional para afrontar la amenaza que supone para su supervivencia la grave insuficiencia de renta que sufre, así como para defender sus intereses en el escenario global. Sin embargo, corre el riesgo de perder su valor si en el futuro inmediato, tanto los responsables políticos, como el propio sector, no toman las decisiones adecuadas.
Siendo loable que desde todos los ámbitos políticos y sociales se manifieste el apoyo a los agricultores, sobre todo por la empatía que ello demuestra hacia un colectivo permanentemente azotado por la adversidad, no lo es tanto que en todo se les dé la razón. Porque darles la razón en lo que no la tienen, no es la mejor manera de ayudar.
Por razones obvias, no tienen razón los agricultores cuando exigen, por ejemplo, la supresión de la Agenda 2030 o de las normas sobre bienestar animal. Una reivindicación que, por sí misma, delata el catalizador político de la protesta.
Permitir la importación de productos obtenidos mediante procedimientos que aquí están prohibidos es una absoluta incoherencia y debería corregirse siempre y cuando no afecte a la salud, porque si le afecta, no debería haber nada más que hablar. Sin embargo, cuando las prohibiciones responden a criterios de índole exclusivamente cultural, ideológica o política, como ocurre por ejemplo con los transgénicos, o lleva camino de ocurrir con la edición genética, aún pudiendo ser tan legítimos y respetables como los de índole científico-técnica, antes de pensar en imponérselos a quienes tienen otros valores e intereses también legítimos y respetables, convendría revisar los nuestros. Más aún, cuando la UE carece de la influencia política, diplomática y comercial para hacerlo a escala global o cuando ni siquiera todos los socios comunitarios son de la misma opinión como ocurre con las llamadas “cláusulas espejo”.
Pretender que se prohíban o limiten las importaciones de cereales, como de hecho se está exigiendo, choca frontalmente con las normas y principios de la competencia y de la competitividad. Pero es que, además, hacerlo perjudicaría el interés general, así como al propio sector dado su carácter esencialmente agroexportador y donde la ganadería intensiva tiene un peso determinante.
Sobre la imposibilidad de los “precios justos” y la alternativa que ofrece la PAC para el apoyo a los agricultores me remito a mi propio artículo sobre esta cuestión. Añadir, no obstante que la mera comparación de los precios percibidos por los agricultores y los pagados por los consumidores, sin tener en cuenta los servicios aportados y su coste real es un simplismo carente del más mínimo rigor. Llevado al extremo, que es lo que suele hacerse, supone negar el propio concepto de “cadena de valor”. Existen evidencias empíricas que demuestran que la diferencia entre los precios percibidos por los productores y los pagados por los consumidores finales aumenta con el nivel de desarrollo, no porque se generalice el fraude y el abuso, sino porque las exigencias de los consumidores son más elevadas. Por tanto, sería mejor empezar a pensar que la narrativa sobre los “intermediarios”, si bien tiene la ventaja de resultar “simpática” y fácil de entender, es un mal diagnóstico del problema.
Una cosa es luchar contra las malas prácticas comerciales a través de la “Ley de la cadena”, y otra muy distinta es exigir que una ley garantice el beneficio empresarial. Del mismo modo, una cosa es luchar contra el abuso cuando se produce y otra muy distinta creer y hacer creer que en la cadena agroalimentaria rige la ley de la selva cuando lo que rige son las leyes del mercado y las derivadas de nuestro ordenamiento jurídico.
Exigir la supresión del llamado “cuaderno de campo” supone frenar el impulso de la digitalización del sector agrario. Los agricultores harían mejor en exigir la supresión de lo que de absurdo y desproporcionado tiene la normativa que regula dicho “cuaderno”. Abogar por la supresión tan sólo conduce a lo que ya ha pasado: que se ha suprimido para los perceptores de la PAC que menos dependen de la actividad agraria y que menos contribuyen a su mejora y desarrollo para que, así, aún contribuyan menos. Si bien puede ser una medida comprensible políticamente en el contexto de las protestas, dada la mayoría numérica de quienes responden a ese perfil, el problema es que no resuelve el problema de las exigencias absurdas y desproporcionadas perjudicando con ello a los agricultores y ganaderos de verdad.
Por último, siendo de la opinión de que no todos los requisitos ambientales exigidos por la PAC están ambiental y agronómicamente justificados y de que la política ambiental de la UE carece de un presupuesto coherente con su elevada ambición, lo que no cabe rechazar es la necesaria contribución de la actividad agraria a la sostenibilidad ambiental. Un requerimiento especialmente crítico para la supervivencia de la agricultura familiar y profesional que también en esto juega en clara desventaja frente al modelo corporativo y sus expectativas de rentabilidad financiera mediante el uso de los nuevos instrumentos como, por ejemplo, los que baraja la Comisión Europea para la gestión del carbono.
La política puede y debe dar soluciones, pero sólo podrá hacerlo si los agricultores profesionales, aun siendo minoría en el propio sector, se dejan ayudar por una PAC en la que es preciso trabajar para reformarla, de verdad, en favor del modelo familiar y del resto de la sociedad.