El negacionismo biotecnológico dominante en la UE en relación con la agricultura supone un grave impedimento, no solo para la competitividad y la seguridad alimentaria, sino también para la sostenibilidad ambiental de la agricultura europea y su adaptación al cambio climático.
Publicado en AGRONEGOCIOS el 27 de septiembre de 2024.
El Informe sobre el diálogo estratégico sobre el futuro de la agricultura europea.
8 de Septiembre de 2024
Por fin, se ha puesto sobre la mesa una verdadera propuesta de reforma en profundidad de la PAC que esperemos se aborde tal y como pide el equipo de expertos que la proponen. Una propuesta que, por cierto, pone el énfasis en la renta de los agricultores tal y como ya se propuso desde Aragón en relación con la última Reforma (2020-2027) entre 2016 y 2018 (**).
El pasado 4 de septiembre de 2024, la presidenta de la Comisión Europea, Von der Leyen, recibió el informe final del Diálogo Estratégico, dirigido por el alemán Peter Strohschneider, titulado «Una perspectiva compartida para la agricultura y la alimentación en Europa», Strategic Dialogue on the Future of EU Agriculture (europa.eu).
Entre sus recomendaciones, el informe incluye la adaptación de la PAC a cuatro objetivos centrales: (1) Proporcionar apoyo socioeconómico a los agricultores que más lo necesitan; (2) Promover resultados ambientales, sociales y de bienestar animal positivos para la sociedad; (3) Fortalecimiento de las condiciones propicias para las zonas rurales; (4) Creación de un Fondo de Transición para acelerar la transición hacia la sostenibilidad del sector.
En relación con el apoyo socioeconómico el informe señala expresamente que los ingresos medios de las explotaciones agrícolas siguen siendo bajos y muy volátiles, sobre todo para determinados sectores, territorios/regiones y tipos de explotaciones. Si bien el apoyo a la renta básica sigue siendo la medida de la PAC que cuenta con mayor dotación financiera, la mayor parte de este apoyo no está relacionado con las necesidades socioeconómicas. Por lo tanto, este apoyo a la renta debe estar mejor dirigido a los agricultores activos que más lo necesitan, no solo por razones de presupuesto público, sino también para reducir la carga administrativa y evitar consecuencias indeseables tales como el impacto sobre los precios de la tierra y los arrendamientos que encarecen la producción agrícola y dificultan el relevo generacional.
Así, continúa el informe señalando que, en el marco de su objetivo socioeconómico, la PAC debe proporcionar ayuda a los ingresos para determinados agricultores activos, pero de una manera mucho más y mejor focalizada. Dicho apoyo debe evitar el abandono de las explotaciones y garantizar que los agricultores puedan tener una renta decente prestando especial atención a las zonas con limitaciones naturales, pequeñas explotaciones, jóvenes agricultores, explotaciones mixtas y nuevas incorporaciones.
Con el fin de garantizar un apoyo eficaz a la renta, el informe señala la necesidad de abandonar los pagos por superficie y basarse en las necesidades de los agricultores. Señala el informe que la viabilidad del sistema adoptado debe garantizarse evaluando los mecanismos y criterios más apropiados para una mejor orientación del apoyo a la renta analizando aspectos tales como los mecanismos de redistribución, limitación, degresividad y elegibilidad, así como nuevos mecanismos de distribución inspirados en las políticas sociales. Dicha evaluación debería estar lista antes de finalizar la próxima reforma de la PAC 2028-2035 y el informe pide expresamente a los legisladores europeos que adopten esta reforma.
Las políticas sectoriales, la agraria entre ellas, arrastran el problema de fondo que supone el descrédito provocado por la incoherencia y falta de rigor predominante en la acción política. Un problema agravado por la creciente falta de respeto al orden institucional y constitucional que demuestran tener quienes, desde las más altas responsabilidades políticas y gubernamentales, pretenden poner la ley al servicio de sus exclusivos intereses electorales, partidistas y personales.
Descalificar a jueces y Tribunales invadiendo el ámbito jurisdiccional desde la política y desde el Gobierno, tal y como está ocurriendo en relación con Cataluña y con algún otro asunto, resulta tan intolerable como insoportable.
La imperfección es un atributo que comparten todas las instituciones como obras humanas que son. También las vinculadas a los tres poderes (legislativo, ejecutivo y judicial) y la propia separación entre ellos. Una imperfección que en ningún caso justifica que ninguno de los poderes pretenda prevalecer sobre los otros. Por el contrario, lo que resulta exigible es el respeto mutuo entre quienes ejercen los poderes, que es la condición necesaria para que los mecanismos de corrección y compensación operen con eficacia ante la imperfección.
El descrédito y el bochorno provocado por el prófugo Puigdemont el pasado 8 de agosto con el obsceno insulto al Estado y a sus instituciones que ha puesto en ridículo a España y a los españoles ante el resto del mundo, tan sólo es la consecuencia más inmediata de la falta de respeto a la ley, a sus instituciones y a la separación de poderes.
La falta de respeto y burla aludidas atentan contra los fundamentos del Estado de derecho sobre los que se asientan la convivencia, la libertad y la propia democracia. Pero también es un grave impedimento para el desarrollo de las políticas sectoriales y el funcionamiento eficaz de la Administración Pública encargada de gestionarlas sobre la base del marco normativo que las fundamenta.
Es por ello que el desarrollo eficaz de la política agraria, al igual que el de las demás políticas públicas, depende de una verdadera regeneración política que modere el desenfrenado deseo de alcanzar y/o mantener el poder a cualquier precio, incluido el de no poder gobernar o hacerlo de manera tan precaria como haga falta. Una regeneración de naturaleza necesariamente ética y estética que no parece estar en los propósitos, ni de unos, ni de otros.
Sin esa auténtica regeneración ética y estética de la práctica política, las políticas públicas enfrentan un futuro sombrío del que solo cabe esperar, en el mejor de los casos, el aumento de la ya elevada desafección política de la sociedad y, con ello, el agravamiento de los problemas ya existentes, que son los que configuran los retos específicos de la política agraria que me propongo analizar en artículos posteriores.
La Política Agrícola Común (PAC) sigue teniendo un importante peso en la política comunitaria, al menos desde el punto de vista presupuestario, al tiempo que sigue siendo una de las pocas políticas estrictamente comunitarias respecto de la que los estados miembros tan solo juegan un papel subsidiario. La relevancia de la nueva configuración política del Parlamento Europeo, resultante de las elecciones del próximo 9 de junio, es por tanto incuestionable también desde la perspectiva agroalimentaria y rural.
Las protestas de los agricultores en absoluto deben confundir sobre la utilidad y necesidad de una política agrícola plenamente comunitaria para hacer frente a unos retos que como los de la seguridad alimentaria, la adaptación al cambio climático o la sostenibilidad ambiental tienen un carácter global y, por tanto, una dimensión claramente transnacional. Lo que ponen de manifiesto las protestas es que la política agraria comunitaria debe afrontar una profunda reflexión más allá de las medidas de “flexibilización” recientemente adoptadas.
Un primer ámbito de reflexión, de importancia capital, es la fuerte componente tecnocrática que caracteriza la PAC y de la que se deriva muy probablemente la excesiva carga burocrática de la que, con no poca razón, se quejan los agricultores. Las dos últimas reformas, tanto la de 2013 como la de 2020, iniciaron su andadura con el buen propósito de una “simplificación administrativa” que se tradujo en todo lo contrario. Sin embargo, la carga burocrática -hasta cierto punto inevitable en todo programa de ayuda pública- no es la peor consecuencia de la tecnocracia imperante en la PAC.
A juzgar por los hechos, y dejando al margen el detonante político ultraderechista y antieuropeo que trata de capitalizar el descontento del mundo agrario y rural, la peor consecuencia de la tecnocracia comunitaria es la imposición de criterios -supuestamente técnicos- que cuando deben ponerse a prueba se constata que no cuentan con el apoyo político ni social necesario derivándose como resultado la poco edificante respuesta de “la marcha atrás”.
Las dos últimas reformas, la de 2013 y la de 2020, no puede decirse que hayan sido un éxito precisamente. Lejos de contribuir a la mejora de la cultura ambiental de los agricultores y a un reparto de fondos más justo y eficaz, las medidas adoptadas -algunas de ellas carentes de sentido agronómico o impropias de una política agrícola- no han hecho otra cosa que frenar el apoyo preferente a quienes pretenden vivir realmente de la agricultura, así como alimentar la insolidaridad con el resto del mundo y el “antiambientalismo” hasta el punto de la vergonzante petición de la supresión de la Agenda 2030 de las Naciones Unidas.
Es cierto que la agricultura afronta importantes retos técnicos y tecnológicos que también involucran a la política agraria. También lo es que las decisiones políticas deben tener fundamento técnico. Pero nada de eso debe llevar a la grave irresponsabilidad de que la política institucional siga amparándose en la tecnocracia con tal de no pronunciare ante los retos fundamentales.
Por ejemplo, el papel que debe jugar el modelo familiar y profesional agrario y su preferencia o no en relación con la ayuda pública no es una cuestión técnica, lo es profundamente política. Es por ello que los partidos políticos y sus dirigentes deberían posicionarse con claridad sobre esta cuestión, así como sobre todas las necesarias para configurar una verdadera política agraria. Y no sólo deberían hacerlo con mucha más claridad, sino como mucha más seriedad, responsabilidad y respeto a la inteligencia. Porque la política agraria quizás no la necesite la agricultura como tal, pero es indispensable para la supervivencia de los agricultores y del mundo rural tal y como lo conocemos, así como para los consumidores que, obviamente, somos todos los ciudadanos.
La tecnocracia en ningún caso debe ser la fórmula de gobernanza de la PAC, ni de ninguna otra política pública. Primero y principal, porque es una anomalía en una sociedad verdaderamente democrática. Pero también, porque ha demostrado su ineficacia para hacer frente a los retos que en estos momentos afronta el mundo agrario y rural.
Las fórmulas vigentes de “cogobernanza” de la PAC, que dan cabida a la tecnocracia, deben evolucionar hacia una verdadera gobernanza donde cada cual ejerza el papel que su legitimidad le otorga. Y debe hacerse con la máxima urgencia si, entre otras razones, se quiere que el campo europeo, en vez de convertirse en el principal reducto de los reaccionarios frente a la sostenibilidad y la justicia social, siga siendo una de nuestras señas de identidad al tiempo que granero y despensa segura y asequible para todos.
Siempre he pensado, y afirmado, que el apoyo generalizado a la agricultura familiar es más aparente y retórico que real. Así lo demuestran los hechos, en particular la reciente confirmación por parte del Gobierno de Aragón (PP-VOX) del inicio del proceso de derogación de la Ley 6/2023 de protección y modernización de la agricultura social y familiar y del patrimonio agrario de Aragón, aprobada en febrero de 2023 por las Cortes de Aragón.
Por supuesto que la nueva mayoría política PP-Vox vigente en Aragón está en su derecho de modificar el marco legal de competencia autonómica. Lo que no resulta creíble, ni coherente, es derogar esta ley afirmando a la vez el apoyo a la agricultura familiar. Los propios argumentos con los que se trata de justificar la derogación delatan la contradicción, al tiempo que ocultan las verdaderas razones. Y me explico: no cabe cuestionar la legitimidad de la ley por el hecho de que se aprobara en las Cortes de Aragón por mayoría y no por una unanimidad, ya negada de facto antes de la tramitación parlamentaria.
Tampoco le resta legitimidad la oposición minoritaria del sector, representado por ASAJA y ARAGA -absolutamente radical desde que se anunció la intención de formular la ley-, frente al apoyo mayoritario del sector representado por UAGA-COAG y UPA.
Además, no es legítimo pretender negar las mayorías referidas, distorsionando los hechos o haciendo intervenir a agentes que no representan a los agricultores, sino a otros agentes.
Por si fuera poco, tachar la ley de “ideológica” resulta paradójico cuando la iniciativa de la derogación surge del ámbito político-partidista (PP-VOX). El argumento de que la ley supone una extralimitación autonómica carece de solidez, dado que el Estatuto de Autonomía de Aragón atribuye plenas competencias en materia de Agricultura, obligando a defenderlas y desarrollarlas.
La cuestión de inconstitucionalidad, planteada de hecho y como suele ser habitual ante toda ley autonómica por parte de la Administración General de Estado, quedó limitada a un reducido ámbito de cuestiones técnicas, ajenas a la esencia de la ley.
Afirmar, como se hizo, que la ley perjudica a los agricultores y ganaderos de Aragón y que se deroga en su beneficio equivale a decir que la mayoría de los agricultores y ganaderos aragoneses facturan más de un millón de euros anuales, algo que obviamente sólo puede afirmarse, salvo intenciones inconfesables, desde el más absoluto desconocimiento.
Decir también que la ley -de agricultura familiar- “define un modelo de agricultura caduco” deja muy claro cuál es la posición de quienes apoyan e impulsan la derogación de la ley, al tiempo que su incoherencia y contradicción, cuando a renglón seguido tratan de erigirse como los verdaderos y únicos defensores de los “agricultores” e incluso del propio modelo familiar.
De lo que no existe duda alguna, aunque nunca se mencione expresamente, es que lo que se quiere derogar en realidad es la preferencia del apoyo público al modelo familiar y profesional agrario frente a cualquier otra modalidad, que es lo que realmente constituye la esencia de la ley y, que como ya se ha dicho, sobre lo que no ha existido la más mínima cuestión de inconstitucionalidad.
Digo que no existe duda alguna sobre ello porque quienes desde el primer momento se opusieron de manera radical a la formulación de la ley, con el actual consejero de Agricultura del Gobierno de Aragón y anterior representante de Asaja a la cabeza, siempre han manifestado que todas las modalidades de agricultura deben ser objeto de apoyo público. Una posición tan legítima y respetable como, a la vez, incompatible con un apoyo real al modelo familiar y profesional. Porque si todas las modalidades son objeto del mismo apoyo, entonces ¿en qué consiste exactamente el apoyo que se dice ofrecer al modelo familiar?
Razonamientos y razones
En más de una ocasión los escasos razonamientos expuestos para oponerse a esta ley han confundido – ya sea de forma premeditada, por falta de lectura y de reflexión, o por todo ello la vez- la protección y modernización del modelo familiar con una supuesta ley de agricultura general que, en ningún momento se pretendió hacer.
Es cierto que la ley hace referencia a cuestiones tales como el regadío, la concentración parcelaria, el patrimonio agrario de la Comunidad Autónoma, las cooperativas o la ganadería intensiva, pero lo hace en la medida que todas estas cuestiones resultan instrumentos determinantes para los objetivos de protección y modernización del modelo familiar y, sobre todo, cuando esos instrumentos se financian con fondos públicos.
La ley en modo alguno trata de impedir el desarrollo de otras modalidades de agricultura, en particular la de carácter corporativo. Lo que sí plantea con absoluta claridad, como ya se ha reiterado, es que la ayuda pública debe dirigirse de manera prioritaria al modelo familiar y profesional por las cinco razones que cito:
Porque el modelo corporativo tiene acceso a economías de escala, que son imposibles para el modelo familiar salvo que pierda dicho carácter;
porque el desarrollo del modelo corporativo, precisamente por su acceso a las economías de escala y a los fondos de inversión para el logro de sus objetivos de rentabilidad, no resulta razonable que se produzca a costa del presupuesto público;
porque la supervivencia del modelo familiar y profesional se encuentra gravemente amenazada, como lo demuestran los numerosos datos y análisis disponibles y atestiguan las movilizaciones de los últimos meses. ¿O es que acaso quienes se movilizan son directivos o trabajadores del modelo corporativo exigiendo mejoras salariales?
También porque toda la política de incorporación de jóvenes y de rejuvenecimiento del sector se centra exclusivamente en el modelo de agricultura familiar o profesional. ¿Resulta coherente este hecho con el de negar a continuación la prioridad de ayuda al modelo familiar y profesional?
Es más, el modelo familiar y profesional agrario, sin ser el más competitivo, ni tampoco seguramente el más eficaz ni el más eficiente, ni desde el punto de vista de la seguridad alimentaria ni desde el ambiental, sí que resulta esencial para la supervivencia del mundo rural, tal y como lo conocemos, así como para evitar el oligopolio alimentario al que tiende el modelo corporativo.
Por si no fuera bastante, la ley reconoce incluso la contribución que hace, y que debe seguir haciendo, el modelo corporativo en favor del modelo familiar, ya sea mediante la integración vertical dominante en la ganadería intensiva o mediante las cooperativas, en relación con la comercialización, la industrialización o la prestación de servicios.
La ley pretende evitar, sobre todo, que el modelo familiar acabe siendo expulsado de dichas modalidades corporativas, como ya ha ocurrido prácticamente en la cría porcina (“granjas de madres”) o en la producción de huevos.
Pero la ley también contempla el papel que juega el modelo familiar en relación con ambos sistemas corporativos, sobre todo como activo social ante el creciente rechazo del que es objeto la ganadería intensiva por parte de la opinión pública o el sombrío futuro que, en el mejor de los casos, cabe prever para las cooperativas si el modelo de agricultura familiar termina siendo irrelevante.
Es por esta última razón que me permito invitar a la reflexión a quienes desde uno y otro ámbito corporativo promueven o apoyan la derogación de la ley, ya que podría no ser tan dañina como piensan para sus propios intereses, admitiendo, por supuesto, que en toda ley siempre existe margen de mejora.+
Si bien tan sólo aporta el 1,3% de la Producción Final Agraria aragonesa, la ganadería extensiva es una de las actividades agrarias más presentes en el debate político de la Comunidad Autónoma. Siendo bien conocido y apreciado su valor social, cultural y territorial es preciso conocer mejor las debilidades de su estructura económica que hacen imprescindible una ayuda pública cuya coherencia y eficacia es preciso mejorar.
Las movilizaciones de los agricultores, obviando las actitudes violentas que en algunos casos se han producido, la literalidad de sus reivindicaciones, así como los propósitos inconfesables del epicentro de la protesta, ponen de manifiesto el descontento generalizado de los agricultores con la Política Agrícola Común (PAC.
La PAC sigue siendo la única política verdaderamente común y uno de los grandes activos de la construcción europea. Desde el punto de vista agrario, la PAC es la principal garantía institucional con la que cuenta la agricultura familiar y profesional para afrontar la amenaza que supone para su supervivencia la grave insuficiencia de renta que sufre, así como para defender sus intereses en el escenario global. Sin embargo, corre el riesgo de perder su valor si en el futuro inmediato, tanto los responsables políticos, como el propio sector, no toman las decisiones adecuadas.
Siendo loable que desde todos los ámbitos políticos y sociales se manifieste el apoyo a los agricultores, sobre todo por la empatía que ello demuestra hacia un colectivo permanentemente azotado por la adversidad, no lo es tanto que en todo se les dé la razón. Porque darles la razón en lo que no la tienen, no es la mejor manera de ayudar.
Por razones obvias, no tienen razón los agricultores cuando exigen, por ejemplo, la supresión de la Agenda 2030 o de las normas sobre bienestar animal. Una reivindicación que, por sí misma, delata el catalizador político de la protesta.
Permitir la importación de productos obtenidos mediante procedimientos que aquí están prohibidos es una absoluta incoherencia y debería corregirse siempre y cuando no afecte a la salud, porque si le afecta, no debería haber nada más que hablar. Sin embargo, cuando las prohibiciones responden a criterios de índole exclusivamente cultural, ideológica o política, como ocurre por ejemplo con los transgénicos, o lleva camino de ocurrir con la edición genética, aún pudiendo ser tan legítimos y respetables como los de índole científico-técnica, antes de pensar en imponérselos a quienes tienen otros valores e intereses también legítimos y respetables, convendría revisar los nuestros. Más aún, cuando la UE carece de la influencia política, diplomática y comercial para hacerlo a escala global o cuando ni siquiera todos los socios comunitarios son de la misma opinión como ocurre con las llamadas “cláusulas espejo”.
Pretender que se prohíban o limiten las importaciones de cereales, como de hecho se está exigiendo, choca frontalmente con las normas y principios de la competencia y de la competitividad. Pero es que, además, hacerlo perjudicaría el interés general, así como al propio sector dado su carácter esencialmente agroexportador y donde la ganadería intensiva tiene un peso determinante.
Sobre la imposibilidad de los “precios justos” y la alternativa que ofrece la PAC para el apoyo a los agricultores me remito a mi propio artículo sobre esta cuestión. Añadir, no obstante que la mera comparación de los precios percibidos por los agricultores y los pagados por los consumidores, sin tener en cuenta los servicios aportados y su coste real es un simplismo carente del más mínimo rigor. Llevado al extremo, que es lo que suele hacerse, supone negar el propio concepto de “cadena de valor”. Existen evidencias empíricas que demuestran que la diferencia entre los precios percibidos por los productores y los pagados por los consumidores finales aumenta con el nivel de desarrollo, no porque se generalice el fraude y el abuso, sino porque las exigencias de los consumidores son más elevadas. Por tanto, sería mejor empezar a pensar que la narrativa sobre los “intermediarios”, si bien tiene la ventaja de resultar “simpática” y fácil de entender, es un mal diagnóstico del problema.
Una cosa es luchar contra las malas prácticas comerciales a través de la “Ley de la cadena”, y otra muy distinta es exigir que una ley garantice el beneficio empresarial. Del mismo modo, una cosa es luchar contra el abuso cuando se produce y otra muy distinta creer y hacer creer que en la cadena agroalimentaria rige la ley de la selva cuando lo que rige son las leyes del mercado y las derivadas de nuestro ordenamiento jurídico.
Exigir la supresión del llamado “cuaderno de campo” supone frenar el impulso de la digitalización del sector agrario. Los agricultores harían mejor en exigir la supresión de lo que de absurdo y desproporcionado tiene la normativa que regula dicho “cuaderno”. Abogar por la supresión tan sólo conduce a lo que ya ha pasado: que se ha suprimido para los perceptores de la PAC que menos dependen de la actividad agraria y que menos contribuyen a su mejora y desarrollo para que, así, aún contribuyan menos. Si bien puede ser una medida comprensible políticamente en el contexto de las protestas, dada la mayoría numérica de quienes responden a ese perfil, el problema es que no resuelve el problema de las exigencias absurdas y desproporcionadas perjudicando con ello a los agricultores y ganaderos de verdad.
Por último, siendo de la opinión de que no todos los requisitos ambientales exigidos por la PAC están ambiental y agronómicamente justificados y de que la política ambiental de la UE carece de un presupuesto coherente con su elevada ambición, lo que no cabe rechazar es la necesaria contribución de la actividad agraria a la sostenibilidad ambiental. Un requerimiento especialmente crítico para la supervivencia de la agricultura familiar y profesional que también en esto juega en clara desventaja frente al modelo corporativo y sus expectativas de rentabilidad financiera mediante el uso de los nuevos instrumentos como, por ejemplo, los que baraja la Comisión Europea para la gestión del carbono.
La política puede y debe dar soluciones, pero sólo podrá hacerlo si los agricultores profesionales, aun siendo minoría en el propio sector, se dejan ayudar por una PAC en la que es preciso trabajar para reformarla, de verdad, en favor del modelo familiar y del resto de la sociedad.
Poco después del nacimiento de la PAC en 1962, el 20 de diciembre de 1968, la Comisión Europea presentó al Consejo de Ministros el “Memorandum sur la Reforme de l’Agriculture dans la CEE” conocido como el programa “Agricultura 1980” o “Plan Mansholt”. No sólo fue la primera reforma de la Política Agrícola Común (PAC), sino que fue, sin duda, la más valiente.
Sicco Mansholt (1908-1995) se atrevió a liderar políticamente el reconocimiento de que lo que se estaba haciendo, y que él mismo había contribuido a implantar, era una política errónea de modo que para afrontar los retos y desafíos de entonces era necesario intervenir sobre las estructuras agrarias, no sobre los precios y mercados. La oposición frontal del propio sector agrario, también entonces a escala europea, impidió que el Plan saliera adelante, pero no evitó que se produjeran los problemas que Mansholt y su equipo trataban de evitar.
Tuvieron que pasar treinta años para que las autoridades comunitarias se vieran obligadas a desmantelar una política de precios y mercados que no sólo había fracasado en su objetivo de equiparación de la renta de los agricultores, sino que por su desmesurado coste se había convertido en una peligrosa amenaza para el propio Proyecto europeo.
El problema es que más de 50 años después todavía permanecen algunos elementos de esa política. Se resiste a desaparecer porque, de hecho, el sector agrario la sigue reivindicando; no sólo no ha asumido su ineficacia, sino que sigue pensando que es la solución. En realidad, es lo que hay detrás del eufemismo “Precios justos” acuñado para trasladar este deseo a una sociedad cada vez más desconocedora y alejada de la realidad agraria y rural.
Existen sólidos argumentos económicos, defendidos por ejemplo por la OCDE, en contra de la regulación de precios y mercados. Pero, aunque pidiera parecer paradójico, también los hay de carácter social.
El establecimiento de precios mínimos para las producciones de las explotaciones más pequeñas, suponiendo que se pudieran implementar contradiciendo las normas sobre competencia y las reglas que rigen el comercio internacional, resultarían favorablemente desproporcionados para las más grandes y con más posibilidades de aplicación de las economías de escala.
Consecuentemente, el deseo de unos precios mínimos que sustenta la reivindicación relativa a “precios justos” no sólo es más utópico que real, sino que terminaría resultando injusto y perjudicial para el modelo familiar y profesional. Un modelo cuya supervivencia no está amenazada, en absoluto, por las importaciones, ni mucho menos por la política agraria que trata de protegerlo, sino por la agricultura corporativa y su objetivo de maximizar la rentabilidad de los fondos de inversión que la impulsan.
En absoluto se trata de demonizar a las grandes corporaciones, ni a los fondos de inversión, que son motores del crecimiento económico, del empleo y la innovación. Lo que sí se trata de dilucidar es quienes deben ser los beneficiarios preferentes y cómo y con qué finalidad esencial debe aplicarse la ayuda pública que supone la PAC .
Es indiscutible que el modelo corporativo, al utilizar las economías de escala, aporta mayor eficiencia económica, tecnológica e incluso ambiental siendo todo ello su principal atractivo. Sin embargo, es cuestionable que esta mayor eficiencia vaya a traducirse en una alimentación mejor y más asequible para los ciudadanos. Pero, sobre todo y como consecuencia de su propia eficiencia económica, amenaza la supervivencia de un mundo rural fuertemente ligado al modelo familiar agrario. Un modelo sobre el que gravita la política de incorporación de jóvenes y de rejuvenecimiento del sector incluida en la propia PAC y que, por tanto, sobre el que dicha política debería mostrar una preferencia más coherente y menos retórica.
En cualquier caso, la intervención política en los mercados agrícolas y en favor de los productores, difícilmente puede beneficiar al conjunto de los ciudadanos para quienes la seguridad alimentaria incluye que los precios sean asequibles. Claro, que también existe la posibilidad de que sean los consumidores, y no los agricultores, quienes acaben recibiendo la ayuda. No es necesario explicar lo que ocurre cuando los más vulnerables tienen problemas para comer, ni lo que pasa cuando la inflación afecta directamente a la cesta de la compra o, mejor dicho, cuando la compra de esta cesta contribuye a la inflación.
Resulta paradójico que quienes reivindican la vuelta a las obsoletas políticas de regulación de precios y mercados agrícolas sean quienes ya fueron los más perjudicados cuando se aplicaron y quienes volverían a serlo si volvieran a aplicarse: las explotaciones familiares profesionales.
Pero todavía resulta mucho más paradójico que suceda esto cuando la política agraria moderna, en nuestro caso la PAC, ha desarrollado un instrumento específico para la protección del modelo familiar como son las ayudas directas a la renta. Unas ayudas que no están pensadas para garantizar la rentabilidad financiera del negocio agrario, sino para facilitar que los agricultores y sus familias puedan vivir dignamente contando para ello con una “renta” equiparable a la del resto de los ciudadanos.
La «equiparación de rentas» a través de la ayuda directa a la renta es un propósito que, obviamente, todavía está lejos de alcanzarse y que difícilmente se alcanzará si no abordan reformas de verdad en la PAC. Pero, por supuesto, será imposible de alcanzar si los agricultores profesionales, que son sus principales beneficiarios potenciales, en vez de reivindicarla como principal vía de equiparación de sus rentas con las del resto de los ciudadanos la desprecian frente al canto de sirena de los “precios justos”, un propósito tan deseable como imposible de lograr.
El sector agrario, particularmente el del mundo más desarrollado, cuenta con una política pública específica como ningún otro sector económico tiene. Durante el periodo 2019-2022, los 51 países incluidos en el seguimiento y evaluación de políticas agrícolas que lleva a cabo la OCDE, destinaron 851.000 millones de dólares anuales a la agricultura. Una cifra récord que supuso un aumento del 22 % con respecto a los 696.000 millones de dólares anuales del trienio prepandémico 2017-2019.
El 74% de la ayuda total se destinó directamente los agricultores individuales bajo diferentes fórmulas, siendo equivalente al 14% de los ingresos percibidos por la venta de sus productos. Un indicador, este último, que varía mucho de unos países a otros. Así, mientras que en India, Argentina o Brasil fue el -20,2%, -13,2 y el -10,6% respectivamente en 2022 -el signo negativo indica que son los agricultores quienes ayudan a sus respectivos estados- en Japón alcanzó el 31,8%, en Suiza en 44,6% y en Noruega el 49,2 %. En Estados Unidos fue el 7,2% y en la Unión Europea el 15,1%.
El apoyo público a la agricultura es propio del desarrollo económico. Así, por ejemplo, China ya concentra el 36% de la ayuda agrícola total, habiendo desplazado recientemente a Estados Unidos y a la Unión Europea, que con el 15% y el 14% respectivamente, han dejado de liderar este apoyo en el contexto mundial. Así mismo, los agricultores chinos ya dejaron de financiar al Estado, como sigue ocurriendo en los países menos desarrollados, y la ayuda que perciben equivale al 13,4% de los ingresos por ventas de sus productos.
El fuerte crecimiento de la ayuda agrícola mundial, al que no ha sido ajeno la UE, ni tampoco España y sus Comunidades Autónomas -que de forma conjunta han complementado la PAC con fondos adicionales muy significativos- es la evidencia de que la política agraria ha reaccionado ante los graves problemas provocados por la COVID-19, la guerra de Ucrania y el resto de las crisis de diferente índole global y local. Otra cosa es valorar si la respuesta ha sido suficiente y, sobre todo, si ha sido la adecuada.
La opinión de la OCDE no es del todo favorable dado que sigue valorando muy negativamente las intervenciones sobre el mercado. A este respecto, viene considerando desde hace décadas, que las políticas de mercado perjudican al propio mercado y al comercio, y más recientemente, que también resultan perjudiciales para el medio ambiente. También considera la OCDE que la ayuda no se concentra suficientemente en los hogares que más lo necesitan, y que no se hace todavía lo necesario para lograr que la agricultura alcance los niveles deseables de sostenibilidad ambiental, de resiliencia frente a los riesgos naturales y de contribución a la lucha contra el cambio climático.
Resulta evidente que el sentimiento que los agricultores están manifestando en estos momentos contrasta fuertemente con el punto de vista de la OCDE. Sirva este contraste, en todo caso, para poner de manifiesto la extraordinaria complejidad que afronta la política agraria. Porque, en modo alguno cabe minusvalorar los argumentos y reivindicaciones de quienes de forma tan rotunda se quejan. Y menos todavía, cuando en muchas cosas no les falta razón. Y, porque tampoco cabe remitir al rincón de pensar a quienes tan enfadados están con las políticas a través de las que se les quiere ayudar, como ocurre en estos momentos con una PAC que se acaba de reformar.
En cualquier caso, quienes más obligados están a reflexionar son quienes desde los diferentes ámbitos supranacionales determinan las directrices estratégicas que condicionan las políticas nacionales. Pero también, y a poder ser antes de actuar, quienes en este momento tienen la responsabilidad de gobernar su respectivo ámbito, así como quienes, participando en las instituciones políticas, configuran nuestro sistema democrático. No cabe la menor duda de que lo harán; lo que hay que esperar y, si es necesario ayudar hay que hacerlo, es que se haga de forma acertada y eficaz. Todo ello exige separar el grano o verdadera naturaleza y raíz de los problemas agrícolas, de la paja que supone el populismo, la demagogia y el desconocimiento que fundamenta el oportunismo de quienes están ofreciendo a los agricultores conquistar el Paraíso.