¿Habrá para todos?

Haríamos bien en empezar a preocuparnos por la suficiencia de alimentos o, mucho mejor, en hacer lo necesario para que asegurar que lleguen para todos.

Para quienes vivimos en los países desarrollados, particularmente los europeos, la seguridad alimentaria la percibimos como garantía de inocuidad, es decir, de no enfermar comiendo. Sin embargo, la mayor parte de los habitantes del planeta entienden la seguridad alimentaria como garantía de acceso a los alimentos necesarios, es decir, seguridad de poder comer lo suficiente, dos o tres veces al día a ser posible. Para una séptima parte de la población mundial, unos mil millones de personas, la inseguridad alimentaria equivale a morir de hambre.

La FAO y el G-20 vienen subrayando el enorme reto alimentario que enfrenta la humanidad, y que los europeos, al igual que ocurre con otras realidades del mundo actual, no terminamos de asumir. No parece que seamos del todo conscientes de que el crecimiento de la demanda alimentaria está asociada, sobre todo, al aumento de la capacidad adquisitiva de cientos de millones de personas en China, India, Brasil y de otras potencias emergentes, que se están sumando al consumo y que, como nosotros, desean alimentarse, no sólo para subsistir sino para nutrirse y disfrutar.

La agricultura y la agroindustria disponen de potencial tecnológico e innovador más que suficiente para producir, de forma sostenible, todo lo necesario. Tanto para los 7.000 millones de habitantes que somos ahora en el mundo, como para los más de 9.000 millones que, según parece, el mundo tendrá en 2050. Ello implica un uso más limpio y eficiente de la tierra agrícola, del agua y del resto de los recursos agrarios. Sin embargo hay muchas formas de impedirlo. La más eficaz, mediante el desarrollo y aplicación de políticas agrarias malas e ineficaces, como viene haciéndose en la Unión Europea, o impidiendo su existencia, como ocurre en los países que sufren el azote del hambre. Porque las malas políticas públicas, o la inexistencia de las mismas, son causa principal de inseguridad alimentaria, tanto desde el punto de vista de los riesgos sanitarios asociados a la alimentación como desde el de la insuficiencia e inaccesibilidad a los alimentos.

Es innegable que existen graves problemas de distribución alimentaria en el mundo. También lo es que, en el mundo desarrollado, existen pautas de consumo alimentario inaceptables, que se traducen en despilfarro, obesidad y otros muchos problemas económicos, ambientales y sanitarios. Pero todo ello no impide afirmar que se equivocan quienes sostienen que el mundo produce alimentos suficientes para todos. No debería cuestionarse, como de hecho se hace, la necesidad de aumentar la producción alimentaria, reduciendo el problema de la seguridad alimentaria a problemas de distribución, equidad, eficiencia y consumo responsable, en los que obviamente, también deben darse pasos de gigante a través de las políticas públicas.

Es bien sabido y conocido que la FAO considera necesario aumentar en un 70% la producción alimentaria de aquí al 2050. Lo que no resulta obvio es quiénes, dónde y cómo asumir dicho incremento, que son los interrogantes que la Unión Europea ni siquiera se plantea con la seriedad, rigor y profundidad que debería. Porque, en el fondo, los europeos nos consideramos inmunes a la escasez de alimentos y hemos reducido la seguridad alimentaria a exigencias de inocuidad que, en ocasiones, resultan desmedidas cuando no irracionales. El riesgo alimentario se ha convertido en Europa en un tabú habiéndose llegado a un nivel de intolerancia, prácticamente incompatible, con la imposibilidad real de, como sucede con todo riesgo, eliminarlo completamente. También resulta incoherente con la actitud que nuestra sociedad adopta ante otros riesgos tales como los vinculados al transporte o al ocio, que se asumen con relativa normalidad y, desde luego, con mayor racionalidad.

La producción mundial de cereales, que siendo la base de la alimentación es de unos 2.500 millones de Tm anuales, equivale a poco menos de1 Kgpor persona y día. Es cierto que dicha cantidad, si se consume directamente (arroz, pan, etc.) aporta la energía necesaria para vivir (unas 2.800 Kilocalorias), tampoco más. Sin embargo, hace imposible una vida verdaderamente saludable. Comer carne, huevos, leche u otros productos ganaderos no es un capricho ni una práctica insalubre que haya que erradicar. Todo lo contrario. Son alimentos deseables en la dieta de cualquier persona sana y bien nutrida, omnívora por naturaleza, que la mayoría de los ciudadanos incorporan en cuanto su renta se lo permite.

Se sabe que el consumo de productos cárnicos aumenta significativamente con la renta de la población cuando ésta se sitúa entre determinados niveles. Los países desarrollados, entre ellos el nuestro, ya han superado esta fase habiendo alcanzado un nivel de renta frente al que el consumo alimentario, y el de los productos cárnicos en particular, se muestra muy poco sensible, sobre todo en términos cuantitativos. Sin embargo, todavía son mayoría los países y la población que no habiendo alcanzado dicha fase están alcanzándola o próximos a alcanzarla.

El problema es que producir un kg de pollo, cerdo o vacuno, cuyas proteínas contienen nutrientes inexistentes en otros alimentos pero la misma energía que los hidratos de carbono, se necesitan más de 2, 3 ó7 kgde cereal respectivamente. Así, el cambio de dieta asociado al desarrollo y al crecimiento económico, hace inevitable, aún sin un crecimiento demográfico que sí se está produciendo, el incremento significativo de la demanda de cereales, que también se está observando.

Si contamos con sentar en la mesa a toda la humanidad, es claro que con una producción de cereales inferior a1 kgpor persona y día, que es lo que el mundo ahora produce, tan sólo alcanza para proporcionar cantidades insignificantes de productos cárnicos. Por supuesto, no sólo muy inferiores a las cantidades que nosotros consumimos, sino muy inferiores al nivel deseable que, sin duda, será demandado.

Sin lugar a dudas, serán muchos más cada vez quienes, teniendo el dinero necesario, se sienten a comer a nuestra misma mesa, o a otra muy parecida. Ojalá que sea más racionaly saludable, pero eso lo decidirán ellos. En cualquier caso, haríamos bien en empezar a preocuparnos por la suficiencia de alimentos o, mucho mejor, en hacer lo necesario para que asegurar que lleguen para todos. Por ejemplo, exigiendo a nuestros políticos que cumplan con su misión aplicándose, con mucha mayor responsabilidad y eficacia, al desarrollo de las buenas políticas públicas necesarias para garantizar que la agricultura cumpla con su misión esencial. Ésta no es otra que la de proporcionar, de forma limpia y sostenible, alimentos saludables y accesibles para todos.

Publicado por J. Olona en la. Revista Agroalimenta, Fundación Jovellanos de Agraristas del Principado de Asturias. Marzo 2012.

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