Sobre los «precios justos» que exigen los agricultores.

Zaragoza, 1 de marzo de 2024

Poco después del nacimiento de la PAC en 1962, el 20 de diciembre de 1968, la Comisión Europea presentó al Consejo de Ministros el “Memorandum sur la Reforme de l’Agriculture dans la CEE” conocido como el programa “Agricultura 1980” o “Plan Mansholt”. No sólo fue la primera reforma de la Política Agrícola Común (PAC), sino que fue, sin duda, la más valiente.

 Sicco Mansholt (1908-1995) se atrevió a liderar políticamente el reconocimiento de que lo que se estaba haciendo, y que él mismo había contribuido a implantar, era una política errónea de modo que para afrontar los retos y desafíos de entonces era necesario intervenir sobre las estructuras agrarias, no sobre los precios y mercados. La oposición frontal del propio sector agrario, también entonces a escala europea, impidió que el Plan saliera adelante, pero no evitó que se produjeran los problemas que Mansholt y su equipo trataban de evitar.

Tuvieron que pasar treinta años para que las autoridades comunitarias se vieran obligadas a desmantelar una política de precios y mercados que no sólo había fracasado en su objetivo de equiparación de la renta de los agricultores, sino que por su desmesurado coste se había convertido en una peligrosa amenaza para el propio Proyecto europeo.

El problema es que más de 50 años después todavía permanecen algunos elementos de esa política. Se resiste a desaparecer porque, de hecho, el sector agrario la sigue reivindicando; no sólo no ha asumido su ineficacia, sino que sigue pensando que es la solución. En realidad, es lo que hay detrás del eufemismo “Precios justos” acuñado para trasladar este deseo a una sociedad cada vez más desconocedora y alejada de la realidad agraria y rural.

Existen sólidos argumentos económicos, defendidos por ejemplo por la OCDE, en contra de la regulación de precios y mercados. Pero, aunque pidiera parecer paradójico, también los hay de carácter social.  

El establecimiento de precios mínimos para las producciones de las explotaciones más pequeñas, suponiendo que se pudieran implementar contradiciendo las normas sobre competencia y las reglas que rigen el comercio internacional, resultarían favorablemente desproporcionados para las más grandes y con más posibilidades de aplicación de las economías de escala.

Consecuentemente, el deseo de unos precios mínimos que sustenta la reivindicación relativa a “precios justos” no sólo es más utópico que real, sino que terminaría resultando injusto y perjudicial para el modelo familiar y profesional. Un modelo cuya supervivencia no está amenazada, en absoluto, por las importaciones, ni mucho menos por la política agraria que trata de protegerlo, sino por la agricultura corporativa y su objetivo de maximizar la rentabilidad de los fondos de inversión que la impulsan.

En absoluto se trata de demonizar a las grandes corporaciones, ni a los fondos de inversión, que son motores del crecimiento económico, del empleo y la innovación. Lo que sí se trata de dilucidar es quienes deben ser los beneficiarios preferentes y cómo y con qué finalidad esencial debe aplicarse la ayuda pública que supone la PAC .

Es indiscutible que el modelo corporativo, al utilizar las economías de escala, aporta mayor eficiencia económica, tecnológica e incluso ambiental siendo todo ello su principal atractivo. Sin embargo, es cuestionable que esta mayor eficiencia vaya a traducirse en una alimentación mejor y más asequible para los ciudadanos. Pero, sobre todo y como consecuencia de su propia eficiencia económica, amenaza la supervivencia de un mundo rural fuertemente ligado al modelo familiar agrario. Un modelo sobre el que gravita la política de incorporación de jóvenes y de rejuvenecimiento del sector incluida en la propia PAC y que, por tanto, sobre el que dicha política debería mostrar una preferencia más coherente y menos retórica.

En cualquier caso, la intervención política en los mercados agrícolas y en favor de los productores, difícilmente puede beneficiar al conjunto de los ciudadanos para quienes la seguridad alimentaria incluye que los precios sean asequibles. Claro, que también existe la posibilidad de que sean los consumidores, y no los agricultores, quienes acaben recibiendo la ayuda. No es necesario explicar lo que ocurre cuando los más vulnerables tienen problemas para comer, ni lo que pasa cuando la inflación afecta directamente a la cesta de la compra o, mejor dicho, cuando la compra de esta cesta contribuye a la inflación.

Resulta paradójico que quienes reivindican la vuelta a las obsoletas políticas de regulación de precios y mercados agrícolas sean quienes ya fueron los más perjudicados cuando se aplicaron y quienes volverían a serlo si volvieran a aplicarse: las explotaciones familiares profesionales.

Pero todavía resulta mucho más paradójico que suceda esto cuando la política agraria moderna, en nuestro caso la PAC, ha desarrollado un instrumento específico para la protección del modelo familiar como son las ayudas directas a la renta. Unas ayudas que no están pensadas para garantizar la rentabilidad financiera del negocio agrario, sino para facilitar que los agricultores y sus familias puedan vivir dignamente contando para ello con una “renta” equiparable a la del resto de los ciudadanos.

La «equiparación de rentas» a través de la ayuda directa a la renta es un propósito que, obviamente, todavía está lejos de alcanzarse y que difícilmente se alcanzará si no abordan reformas de verdad en la PAC. Pero, por supuesto, será imposible de alcanzar si los agricultores profesionales, que son sus principales beneficiarios potenciales, en vez de reivindicarla como principal vía de equiparación de sus rentas con las del resto de los ciudadanos la desprecian frente al canto de sirena de los “precios justos”, un propósito tan deseable como imposible de lograr.

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