¿PAGAMOS LO QUE COMEMOS? (J. Olona. Heraldo de Aragón 4-07-2010)

PENSAR QUE TODO EL PROBLEMA DEL SECTOR AGROALIMENTARIO SE DEBE A LA EXISTENCIA DE INTERMEDIARIOS DESALMADOS RESULTA BASTANTE INGENUO.

Entre 2003 y 2010 la Renta Agraria Española ha caído un 26,44%, nada más ni nada menos. Ni siquiera el efecto combinado de las ayudas comunitarias, que alcanzan los 7.000 millones de €, ni la reducción del número de agricultores en más de 100.000, han conseguido mantener la renta por agricultor, que en estos últimos siete años, en precios corrientes, se ha reducido no un 5% ni un 15%, sino un 17,25%. Esto no supone otra cosa que ampliar, todavía más, la enorme brecha existente entre las rentas de los agricultores y las del resto de los ocupados, que durante los últimos 50 años se han mantenido en una relación de 1 a 2. El impresionante incremento que ha experimentado la  productividad del trabajo agrario en estos 50 años, que se ha multiplicado por 14, ha permitido transferir, desde el campo a la ciudad, ingentes cantidades de recursos en beneficio de todos pero con lo que, a juzgar por la evolución de las rentas, poco o nada se han beneficiado los propios agricultores.

Cuando se cuestiona el mantenimiento de las ayudas agrarias es preciso tener en cuenta los datos anteriores y reflexionar muy seriamente sobre si podemos afirmar con rotundidad que no le debemos nada al campo. Y no nos podemos quedar tan tranquilos pensando que la culpa de todo la tienen unos supuestos intermediarios que, de forma abusiva, se quedan con buena parte de lo que paga el consumidor final en perjuicio del agricultor. Ésto, en su caso, sólo es una mínima y anecdótica parte de un problema enormemente complejo.

Es sabido que el mercado real admite la especulación y el abuso, pero también sabemos que difícilmente permite que un negocio siga siendo excepcionalmente ventajoso durante mucho tiempo. En otras palabras, sabemos que  cuando algo es un chollo, antes pronto que tarde deja de serlo. Por tanto, pensar que todo el problema del sector agroalimentario se debe a la existencia de intermediarios desalmados resulta bastante ingenuo.

Para acercarse a la realidad del problema hay que empezar por preguntarse si los consumidores finales pagamos el coste real de los alimentos que consumimos y si nuestra disposición real de pago es verdaderamente consecuente con las enormes exigencias que imponemos. En este punto debemos reconocer la actitud hipócrita de nuestra sociedad, que no refleja en el comportamiento real de los consumidores el estado de opinión que manifiesta. Todos, sin excepción, nos declaramos a favor del consumo de alimentos de calidad, que contribuyan a la responsabilidad social, a la protección del medio ambiente y de la cultura tradicional. Pero, ¿cuál es el criterio de compra dominante? No nos engañemos, rebuscar en los lineales lo más barato ahorrando todo lo posible, que buena falta hace. La Encuesta de Presupuestos Familiares, que publica el INE, nos muestra como el gasto en alimentación supone poco más del 12% y que tiende a la baja al tiempo que los gastos dedicados al ocio, por ejemplo, aumentan. Por otro lado, es manifiesta la preocupación de los gobiernos por el coste de la alimentación y su efecto sobre la inflación. ¿Cuántas veces hemos oído en las notiocias vincular la inflación con el precio del pollo o de las patatas? .Tampoco conviene olvidar, sobre todo para que no se repita, que la intoxicación alimentaria más grave ocurrida en España se debió a la venta ambulante de aceite de colza, fabricado para uso industrial y que atrajo la atención del público por su bajo precio.

De las acciones de mejora de la eficiencia que deben abordarse con urgencia en todos los eslabones de la cadena alimentaria, no debe excluirse al consumo final, que debe mejorar, de forma muy apreciable, su nivel de formación ei nformación. El consumidor final, es decir todos nosotros, debe ser más consciente de la dificultad y coste que supone hacer llegar los alimentos desde el campo a la mesa. En particular, es preciso que los consumidores seamos más conscientes y coherentes, también, con las exigencias ambientales asumiendo la repercusión de los costes asociados. Ésto es imprescindible asimismo para asegurar que los requerimientos ambientales que se imponen a la agricultura y a la industria alimentaria sean racionales y justificados por los beneficios derivados. Es la mejor forma de evitar arbitrariedades y caprichos que, traduciéndose en costes excesivos y perjuicios económicos para los productores, no aportan ventaja real alguna para los consumidores.

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