La alimentación es una necesidad básica a la que se le da prioridad absoluta en caso de escasez.
Gregory King fue un estadístico inglés que, hacia 1696, escribió un tratado sobre población y riqueza. En el mismo anotó, con detalle, un hecho aparentemente simple: que el precio del trigo se disparaba cuando había escasez. El estudio lo envió al Parlamento británico y allí permaneció archivado hasta que en 1771, cuando King ya llevaba muerto 50 años, un parlamentario llamado Davenant comprendió la verdadera importancia de la observación sobre el trigo y la recogió en una de sus publicaciones. Todavía transcurirían treinta años más hasta que, en 1801, se publicara el trabajo de King.
Aunque los economistas más destacados de la segunda mitad del siglo XIX, como Jevons o Marshall, incluyeron la observación de King en sus obras, sólo se expuso y comprendió como una verdadera ley económica a partir de los años 30 del siglo pasado. Comprendieron bien su esencia, sobre todo, los asesores económicos del presidente Roosevelt quien, en su lucha contra la Gran Depresión de 1929, introdujo, junto con otras acciones públicas, la política agrícola tal y como hoy la conocemos. En Europa todavía tardaría 25 años en aplicarse, hasta que en 1957 se firma el Tratado de Roma.
La Ley de King, que a pesar de su importancia sigue siendo poco conocida y no siempre bien entendida, viene a decir que la alimentación es una necesidad básica a la que se le da prioridad absoluta en caso de escasez, pero que se olvida tan pronto como ésta desaparece. Ello hace que las cantidades de alimentos demandadas varíen relativamente poco con el precio. Nadie come, permanentemente, cantidades ingentes de nada aunque sea gratis. Pero esto causa, a su vez, que pequeñas variaciones en las cosechas, incluso mínimas a escala global, provoquen enormes alteraciones en los precios. En esto radica la agudeza de King que supo verlo y entenderlo hace más de 300 años. Lo seguimos observando, aunque sin querer comprenderlo, ahora mismo cuando el fallo de las cosechas en algunas importantes zonas productoras norteamericanas, así como de nuestro propio país, han hecho que los precios de los cereales vuelvan a dispararse, añadiendo más problemas a los que ya tenemos.
La Ley de King haría del oligopolio agrícola un lucrativo negocio, cosa que no ocurre gracias a la dispersión de los productores. Una y otra cosa, junto con peculiaridades añadidas de la agroalimentación, provoca un comportamiento caótico de los precios agrícolas. Un problema que si se quiere evitar que redunde en beneficio de unos pocos y en perjuico de todos los demás, exige de una intervención pública eficaz. La idea de que esta intervención es innecesaria, y que la política agraria debería ser algo superado, no resiste un análisis económico mínimamente serio, por lo que sólo puede defenderse desde la ignorancia.
Publicado por J. Olona en Heraldo de Aragón (2/09/2012)