Por Joaquín Olona. Publicado en Heraldo de Aragon, 26-04-2013
El hambre es la más visible y la más terrible de las formas de malnutrición, pero la obesidad se ha convertido en una auténtica epidemia que afecta más a los hogares más pobres y debe ser tenida en cuenta también en las políticas sociales.
En 1928, la entonces Sociedad de las Naciones, patrocinó un estudio que reflejó un resultado aterrador: dos de cada tres habitantes del mundo padecían hambre. Es a partir de entonces, coincidiendo con la Gran Depresión, cuando se toma conciencia del problema y se inician las acciones para enfrentarlo.
La FAO elabora un informe anual sobre “el estado de la inseguridad alimentaria en el mundo”, con el propósito de informar y sensibilizar sobre la malnutrición. El último señala que durante el periodo 2010-2012 el número de personas que han pasado hambre ha sido de 870 millones, uno de cada ocho habitantes. Aunque el avance respecto de 1928 es evidente, la situación es inaceptable.
La propia FAO reconoce que todavía hacen falta muchos más datos e información para alcanzar una adecuada comprensión de los factores que determinan la seguridad alimentaria. Una seguridad que no depende únicamente del nivel energético de la dieta sino, también, de su calidad, variedad, composición nutricional e inocuidad. Tampoco se conocen bien cómo afectan las perturbaciones económicas a la seguridad alimentaria, si bien la actual crisis pone de manifiesto que van más allá del problema del hambre.
El hambre, siendo la más visible y dramática, sólo es una de las formas de malnutrición que inciden sobre la salud. Otra muy destacable es la obesidad, que el Banco Mundial, en su reciente informe Food Price Watch de marzo último, califica de “epidemia global”. Mientras que la subnutrición se reduce, el sobrepeso y la obesidad aumentan rápidamente. Más de 1.400 millones de personas -una de cada cinco- presentan sobrepeso y de ellas, un tercio, son obesas.
La mitad de las personas con sobrepeso viven en 9 países entre los que están Alemania y Estados Unidos, pero también China, India, Brasil, Méjico, Rusia, Turquía e Indonesia. En países como Egipto, Venezuela o Sudáfrica el porcentaje de obesos supera el 30 % de la población adulta. Así pues, la obesidad no sólo afecta a los países ricos.
Tanto el informe de la FAO como el del Banco Mundial llaman la atención sobre el crecimiento generalizado de la obesidad en el contexto vigente de precios excepcionalmente elevados para las materias primas agrícolas. La razón se debería a la sustitución de la comida tradicional por nuevos productos con elevado contenido en ciertos azúcares, grasas y otros aditivos. Unos alimentos poco saludables pero que facilitan la provisión de energía de forma más barata, cómoda y rápida que los tradicionales, sobre todo para la gente con menos recursos. Así, la nueva obesidad, más que del exceso, sería consecuencia de la mala alimentación. Esto explicaría también por qué en los países desarrollados la subnutrición coexiste con la obesidad y las carencias nutricionales en los hogares más pobres, que también tienen dificultades de acceso a la educación, la sanidad y al resto de necesidades básicas.
La FAO reclama un fuerte crecimiento económico y agrícola para luchar contra la malnutrición en un escenario crecientemente urbano y de fuerte aumento de la demanda mundial de alimentos. Pero también reclama la adopción de medidas de protección social, que extiendan los beneficios del crecimiento a los más desfavorecidos, así como la inclusión de la dimensión nutricional en las políticas económicas y agrícolas, que favorezcan la producción y consumo de comida saludable. Porque la mala salud dificulta el crecimiento económico y hace imposible el verdadero desarrollo.