Por Joaquín Olona. AGRONEGOCIOS 15/21 Marzo 2003
Dándose por hecho que habrá una PAC con presupuesto, que es un logro de primer orden, queda por ver si el presupuesto contará con una verdadera política.
El último Consejo Europeo de 7 y 8 de febrero aprobó el Marco Financiero Plurianual 2014-2020 y una serie de acciones complementarias por un presupuesto total de casi un billón de euros. Las dos principales rúbricas están orientadas al crecimiento, concentran el 82,66 % del presupuesto total e integran las dos políticas comunitarias más destacadas: la de cohesión, orientada al crecimiento inteligente e integrador y la agrícola, enfocada al crecimiento sostenible. La PAC ha recibido 277.851 € para medidas de mercado y pagos directos (Primer Pilar) y 84.936 € para el desarrollo rural (Segundo Pilar) concentrando el 36,39 % del presupuesto total aprobado.
El Ministro Arias Cañete, haciendo referencia de la PAC, ha valorado muy positivamente el acuerdo comunitario alcanzado. Ha asegurado al sector que las ayudas mantendrán su nivel actual. En concreto, el Ministro espera que España reciba 48.191 millones de euros procedentes de los fondos agrícolas europeos durante el nuevo periodo 2014-2020.
Ninguno de los documentos elaborados durante los dos últimos años en el marco de la Estrategia Europa 2020 mencionan el objetivo que, en la práctica, ha sido el más determinante de la negociación: mantener la asignación presupuestaria vigente o, en el peor de los casos, minimizar su reducción. Habiéndose logrado una PAC con presupuesto, que es un logro de primer orden, queda por ver si el presupuesto aprobado contará con una verdadera política.
Los agricultores configuran un colectivo social y económicamente muy heterogéneo. Incluye personas activas y jubiladas, jóvenes y mayores, con dedicación agrícola exclusiva o parcial, con formación o sin ella. Sus producciones pueden contar con mercados próximos o lejanos, rentables o ruinosos; también pueden estar sometidas a riesgos naturales de diferente naturaleza e intensidad, obtenerse con tecnologías avanzadas u obsoletas, en tierras muy productivas o de inferior calidad, en explotaciones grandes o pequeñas, cerca o lejos de la ciudad, etc. Todo ello hace que el “problema agrario” sea de difícil definición y de todavía más compleja solución.
Precisar objetivos para una política pública sectorial que, como la agrícola, atiende a un colectivo social tan diverso es una difícil tarea. Quizás sea imposible y el presidente americano Ronald Reagan tuviera razón cuando afirmaba que si el problema agrario fuera cuestión de dinero, Estados Unidos ya hace tiempo que lo habría resuelto. Sin embargo, siendo la agricultura la base de la alimentación, y por tanto de la salud y del bienestar social, y admitido que los problemas del bienestar colectivo trascienden la razón, el enfoque político es obligado.
La competitividad es uno de los objetivos prioritarios enunciados por la Estrategia Europa 2020 y que la nueva PAC adopta en su Segundo Pilar. Pero su genérico enunciado y las dificultades que entraña su aplicación no aseguran que se tomen las decisiones políticas necesarias para abordar una verdadera política de competitividad.
Competir exige producir más con menos, que no es fácil de hacer, ni de aceptar. La competitividad no se mide en los mercados locales sino en la arena internacional, es decir, en el mercado global. En definitiva, implica exportar o tener capacidad para hacerlo.
España exporta, fundamentalmente, alimentos destinados al consumo final: productos hortofrutícolas, vino, carne y derivados porcinos y aceite de oliva, principalmente. Por tanto, las explotaciones agrícolas españolas no compiten directamente sino que lo hacen a través de la industria y la distribución. Nuestro principal cliente agroalimentario es la UE, sobre todo Francia, que también es quien más productos agroalimentarios nos vende.
De 100 € gastados en comida por el consumidor final español llegan al campo 28 €. En Estados Unidos llegan 19 € y el USDA prevé que esa cifra se reducirá más ante la demanda creciente de valor y servicio por parte de los consumidores. La idea dominante en España y en la UE de aumentar el valor añadido de las explotaciones agrícolas reduciendo el margen de la distribución, además de poco realista, es económicamente cuestionable. Los datos de la Contabilidad Nacional (INE) ponen de manifiesto que los supuestos márgenes excesivos de la distribución no son tales; la productividad laboral del comercio minorista es más baja incluso que la agrícola. Los desequilibrios de la cadena alimentaria existen pero son de poder más que de beneficio, que es realmente exiguo en el conjunto de la cadena alimentaria.
La dimensión económica de las explotaciones es un factor esencial de viabilidad, sobre todo en un escenario competitivo. Aumentar dicha dimensión es la estrategia más segura, realista y coherente, sobre todo cuando no alcanza el umbral de rentabilidad. También es la más recomendable para hacer frente a la tendencia general de los precios agrarios, que a largo plazo siempre bajan, así como a la tendencia regresiva previsible para el apoyo público a la agricultura.
El Economic Research Service (ERS) del USDA mide la dimensión económica de las explotaciones en función de las ventas. Sus análisis determinan el umbral medio de rentabilidad en unas ventas anuales de 175.000 $ (2006). En 2011, más del 85 % de la producción agrícola total americana se obtuvo en explotaciones con ventas superiores a 250.000 $, que obtuvieron rentabilidades muy elevadas. Las explotaciones con ventas inferiores a los 10.000 $, representan más de la mitad de todas las explotaciones, aportan menos del 1% de la producción total y generan rentas medias negativas. Sin embargo, incluso estas pequeñas explotaciones, contando los ingresos no agrícolas, presentan rentas familiares medias superiores a las del hogar medio americano. Y eso que sólo reciben pagos directos del Estado el 35% de las explotaciones familiares y que son las más grandes las que más ayuda concentran.
En España, cabría considerar competitivas las explotaciones con ventas superiores a 100.000 € anuales, que representan el 6,6 % de todas las explotaciones y concentran el 63 % de la producción total. En Francia estas explotaciones suponen el 31 % en número y el 79% de la producción total. En términos generales, la desventaja competitiva de las explotaciones españolas es manifiesta con respecto a Francia, nuestro competidor más inmediato, y todavía mayor con respecto a Estados Unidos, que es quien más influye en los mercados.
Las deficiencias estructurales de las explotaciones españolas tienen su reflejo en una evolución de la renta agraria desfavorable. Mientras que, en precios corrientes, ha crecido un 48% en Estados Unidos entre 2009 y 2012, en España tan sólo lo ha hecho un 7%. También se reflejan en los pagos directos, cuyo importe medio en España fue de 5.624 € en 2009 frente a los 20.960 € de Francia.
Al igual que en Estados Unidos, en España las explotaciones más pequeñas (menos de 8.000 € de ventas) son financieramente inviables y también representan más de la mitad en número y una fracción minúscula de la producción total (4,79 %). Pero en los dos sitios desarrollan funciones sociales, territoriales, ambientales e incluso económicas que justifican su presencia.
La cuestión es cómo se asegura que los distintos tipos de explotaciones desempeñen con eficacia sus diferentes papeles, cómo se garantizan las ayudas que se necesitan, cómo se evitan las que no se precisan y cómo se explica todo esto a los agricultores y a los ciudadanos. Todo ello requiere, sin duda, de una verdadera política que, sin reducirse al simple reparto presupuestario, ejerza el liderazgo que requiere el sector y la sociedad.