Del campo al plato no es oro todo lo que reluce.

Es muy posible que el beneficio que les falta a los productores no se lo quede realmente nadie y que, simplemente, no exista.

En relación con la alimentación, existe la convicción de que los intermediarios se quedan con el beneficio en perjuicio de los productores y consumidores. Sin embargo no lo corroboran, ni los estudios publicados por el Observatorio de Precios de los Alimentos del Ministerio de Agricultura, a los que ya he hecho referencia en otros artículos, ni los datos de la Contabilidad Regional y Nacional del INE, que ahora utilizo.

La cadena agroalimentaria integra las actividades que hacen posible el viaje de los alimentos desde el campo al plato, que no es tan fácil ni barato como suele pensarse. El carácter perecedero de los alimentos y de sus materias primas, unido a las elevadas exigencias  del consumo, hace que el viaje tenga un costoso peaje.

La producción agrícola y ganadera, la pesca, las industrias de transformación y la distribución generan, en conjunto, un Valor Añadido Bruto equivalente a algo más del 8% del PIB nacional. El sistema agroalimentario no sólo es importante por su volumen económico; también lo es por su saldo comercial exterior positivo y por el hecho de que la industria agroalimentaria es, en España, la primera rama industrial en producción, empleo y exportación.

Es verdad que la distribución alimentaria, de la que forman parte el comercio, el transporte y la hostelería, concentra más proporción de valor añadido (45,62 %) que la agricultura (28,40%) o que la industria (27,11 %). Pero valor añadido no es lo mismo que beneficio. Entre ambos median los salarios, los intereses de los capitales utilizados, la gestión empresarial y los impuestos pagados al Estado. Si la productividad es baja, en una sociedad como la nuestra, la retribución de esos factores difícilmente podrá ser elevada. Y ese es, precisamente, el problema que enfrenta tradicionalmente la agroalimentación, incluída la distribución.

Es muy posible que el beneficio que les falta a los productores no se lo quede realmente nadie y que, simplemente, no exista. La explicación radica, probablemente, en que los consumidores no pagamos lo suficiente. De hecho, el Valor Añadido Bruto producido por el conjunto del sistema agroalimentario, en relación con el trabajo aplicado, estaría lejos de alcanzar la productividad media observada para el conjunto de la economía española, que en 2009 fue de 56.542 Euros/ocupado. Así, la productividad del comercio minorista –dominado por las grandes superficies- no alcanzó en 2009 ni siquiera los 32.985 Euros/ocupado obtenidos por la agricultura.

La baja productividad del comercio minorista también resulta coherente con el progresivo desmantelamiento de los pequeños establecimientos ante la continua expansión de las grandes superficies. Un modelo comercial que aprovechando su dimensión y capacidad de negociación, cuando no abusando de ellas, impone bajos precios y estrechos márgenes a todos los agentes de la cadena, haciendo posible, incluso, que el consumidor final no pague el verdadero coste de lo que compra.

Naturalmente, no es momento para pedir que los hogares destinen más dinero a la alimentación, un gasto que absorbe cerca del 14% del presupuesto familiar. De hecho, nunca es el momento. Sin embargo, sí que lo es para pedir unas políticas más realistas, justas y eficaces. Porque siendo la agricultura la base de la alimentación y, por tanto de la salud, no es un problema exclusivo de los agricultores, sino de toda la población. Porque no es razonable una política, que como la PAC, propicia en demasiadas ocasiones el encarecimiento injustificado y caprichoso de la alimentación, en vez de su abaratamiento. Y porque reducir costes es compatible con mejorar la calidad, la seguridad y la sostenibilidad; se consigue mediante la innovación tecnológica, que es lo que los agricultores llevan haciendo más de diez mil años con notable éxito y en beneficio del resto de la humanidad.

Publicado por J. Olona en Heraldo de Aragón (20-01-2013).

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