Hosni Mubarak y el trigo.

Es necesario que la sociedad asuma que la agroalimentación debe tratarse, políticamente, como algo estratégico.

El detonante de la sublevación popular que acabó con Hosni Mubarak, en Egipto, fue la elevación desmesurada del precio de los alimentos, en particular de los del pan. Ya en 2008, cuando se dispararon los precios internacionales de las materias primas, hubo revueltas, reprimidas duramente, que se saldaron con 12 muertos.

Con ochenta millones de habitantes, Egipto consume 15 millones de toneladas anuales de trigo, que es el doble de lo que produce. A finales de 2009, firmó con Rusia un contrato de suministro de trigo. Pero la sequía extrema que asoló las estepas rusas en 2010 dejó a los egipcios sin el suministro acordado. Egipto, uno de los principales compradores mundiales de trigo, tuvo que comprar a quien se lo quiso vender y al precio que le quisieron pedir, que fue mucho. Hasta tres veces y media más de lo que solía pagar. Semejantes precios no eran repercutibles al consumo por lo que el gobierno subvencionó el pan. Pero cuando Mubarak quiso darse cuenta la factura superaba los 3.000 millones de dólares, cifra equivalente a las dos terceras partes de los ingresos anuales generados por el Canal de Suez. A Mubarak empezó a faltarle el dinero, a los egipcios el pan y la rebelión estalló.

Parece que ni Mubarak ni sus asesores tuvieron presentes las lecciones de su propia Historia. Los faraones del Antiguo Egipto tenían una gran preocupación por la alimentación de su pueblo. Les iba en ello el reconocimiento de su poder y condición divina, que sólo les negaba la hambruna. Cuando ésta aparecía, al faraón le pasaba, más o menos, lo que a Mubarak.

Egipto podría haber desarrollado perfectamente su agricultura. Eso habría evitado su actual dependencia alimentaria que, además de endeudar de forma insostenible al país, expone a los egipcios a graves riesgos y carencias alimentarias. Pero, como en otras muchas partes del mundo con recursos suficientes, sus dirigentes decidieron apostar por otras cosas antes que por la agricultura. Pensaron, sin duda, que teniendo petróleo siempre podrían comprar el trigo a otros. Las consecuencias están a la vista.

El desprecio a la agricultura es una actitud muy extendida. En nuestra sociedad son muchos quienes piensan que la agricultura es cosa del pasado y que podría, o incluso debería, prescindirse de ella. Consecuentemente, le niegan los recursos requeridos para su desarrollo, el agua por ejemplo. Fue el enfoque inspirador de una Política Agrícola Común (PAC) que ha estado primando la reducción y destrucción de las producciones y que ha venido supeditando la agricultura a determinados intereses ambientales. Semejantes disparates, además de resultar nefastos para todos, han resultado bochornosos en un mundo en el que los pobres y hambrientos han crecido hasta superar los dos mil millones. Aunque ahora las autoridades comunitarias intentan corregir el rumbo hacia una agricultura productiva, que contribuya al reto alimentario mundial, lo cierto es que todavía persisten demasiados prejuicios y contradicciones que lo dificultan.

Es necesario que la sociedad comprenda y asuma, más y mejor, que el mundo afronta un tremendo reto alimentario, que el fin esencial de la agricultura no debe ser otro que el de producir alimentos saludables, limpios y baratos y que la agroalimentación debe tratarse, políticamente, como algo estratégico. Mubarak, probablemente, ya habrá comprendido todo ésto. Pero lo que importa ahora es que lo entendamos todos, sobre todo quienes han de liderar nuestro futuro.

Publicado por J. Olona en Heraldo de Aragón (13-03-2011).

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